Ansiedad: miedo y esperanza

miedo
En la biblioteca de la Universidad encontré por azar un libro que se llamaba: Ansiedad: miedo, esperanza y la búsqueda de la paz interior. Tenía que realizar un trabajo sobre la ansiedad y me llamó la atención que el título de este libro incluyera todos los componentes que yo consideraba importantes a tratar. Empecé por definir qué era la ansiedad.
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  1. Estado mental que se caracteriza por una gran inquietud, una intensa excitación y una extrema inseguridad.
  2. Angustia que acompaña a algunas enfermedades, en especial a ciertas neurosis

Esta podría ser una definición típica (no médica) sobre la ansiedad. Pero lo cierto es que podrán darte cientos de definiciones diferentes, pero hasta que no la experimentas no sabes realmente lo que es. Esto es algo de lo que los pacientes se quejan a menudo, puesto que la sociedad en general no logra comprender exactamente en qué consiste. Pero en parte es lógico, es una cascada de sensaciones desagradables difíciles de interpretar, porque, entre otras cosas, proceden del inconsciente.

Me leí el libro entero y me gustó mucho. Posteriormente quise saber más sobre el autor el cual se llama Scott Hanford Stossel y es un periodista  estadounidense y editor de la revista «The atlantic». Recientemente ha ganado el premio de excelencia del instituto Erikson sobre divulgación de la salud mental.  El propósito de este premio es galardonar a escritores, periodistas, directores o productores de televisión que creen trabajos accesibles sobre la salud mental. Scott es el escritor del bestseller «Ansiedad: miedo, esperanza y la búsqueda de la paz interior» donde narra su lucha desde la más tierna infancia contra este problema.

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Como dice la reseña de su libro: Mientras seguimos su historia personal, la de un hombre como cualquiera de nosotros, aprendemos cómo científicos, filósofos, artistas y escritores, desde Hipócrates a Freud o desde Kierkegaard a Charles Darwin, han intentado resolver los enigmas alrededor de la ansiedad.

Pero dejemos que sea él, con su inigualable narrativa quien nos cuente de primera mano como se siente el miedo y la ansiedad:

Me encuentro de pie frente al altar de una iglesia de Vermont, mientras aguardo a que la mujer que va a ser mi esposa recorra la nave central para casarse conmigo, empiezo a sentirme horriblemente indispuesto. No algo mareado, sino presa de temblores y de unas náuseas tremendas y, sobre todo, de sudores. Hace calor en la iglesia —estamos a principios de julio—, y mucha gente transpira inevitablemente con sus trajes y sus vestidos de verano. Pero no como yo. Mientras suena la marcha nupcial, el sudor me empieza a perlar la frente y el labio superior. En las fotos de la boda, se me ve muy tenso en el altar, con una lúgubre sonrisita en la cara, mientras observo cómo mi prometida recorre el pasillo del brazo de su padre. Susanna está resplandeciente en esas fotos; yo, brillante de sudor. Cuando se sitúa a mi lado en la cabecera de la iglesia, el sudor ya me resbala hacia los ojos y me gotea sobre el cuello de la camisa. Nos volvemos hacia el pastor. Detrás de él están los amigos que van a encargarse de las lecturas, y veo que me observan con manifiesta inquietud. «¿Qué le ocurre? —me imagino que están pensando—. ¿Irá a desmayarse?» Me basta concebir esos pensamientos para sudar aún más. Mi padrino, situado a mi espalda, me da un golpecito en el hombro y me tiende un pañuelo de papel para que me seque la frente. Mi amiga Cathy, sentada a muchas filas de distancia, me contará luego que ha sentido el impulso de llevarme un vaso de agua. Daba la impresión, me dijo, de que acabara de correr un maratón.

La expresión de los encargados de las lecturas ha pasado de reflejar una ligera inquietud a lo que a mí me parece un horror indisimulado: «¿Va a morirse ahí en medio?». Yo también empiezo a preguntármelo, porque ahora me he puesto a tiritar. No me refiero a un leve temblor, a un estado trémulo que solo se volvería evidente si sujetara una hoja de papel, no: me siento al borde de una convulsión. Me concentro para evitar que me fallen las piernas como a un epiléptico y confío en que mis pantalones sean lo bastante holgados como para que mis temblores no resulten demasiado visibles. Ahora estoy apoyado en mi inminente esposa —imposible ocultarle los temblores a ella—, quien por su parte hace todo lo posible para sostenerme.

El pastor habla con voz monótona. No tengo ni idea de lo que dice. (No estoy «viviendo el presente», por utilizar esa expresión.) Rezo para que se apresure y yo pueda librarme de este tormento. Él hace una pausa y nos mira a mi prometida y a mí. Al verme —el brillo del sudor, el pánico en mis ojos—, se alarma. «¿Se encuentra bien?», pregunta solo con los labios. Yo asiento con desesperación. (Porque ¿qué haría si le dijera que no? ¿Mandaría desalojar la iglesia? Mi mortificación alcanzaría un grado insoportable.)

Mientras el pastor reanuda su sermón, yo me dedico a combatir activamente contra tres cosas: el temblor de mis piernas, el impulso acuciante de vomitar y el desmayo. Y lo que estoy pensando es: «Sácame de aquí». ¿Por qué? Porque hay casi trescientas personas —amigos, familiares y colegas— mirando cómo nos casamos, y yo estoy al borde del colapso. He perdido el control sobre mi cuerpo. Se supone que este es uno de los momentos más felices e importantes de mi vida, y yo me siento fatal. No estoy seguro de que llegue a sobrevivir.

Mientras sudo y tiemblo y siento que me desvanezco, mientras me debato para seguir el rito nupcial (diciendo «Sí, quiero», poniendo los anillos, besando a la novia), no deja de mortificarme lo que todos (los padres de mi esposa, sus amigos, mis colegas) deben de estar pensando al verme: «¿Se está arrepintiendo? ¿Esto es una prueba de su debilidad intrínseca? ¿De su cobardía? ¿De su inadecuación para el matrimonio?». Cualquier duda que tuviera alguna de las amigas de mi esposa, me temo, se ve ahora confirmada. «Lo sabía —imagino que pensará esa amiga—. Esto demuestra claramente que no merece casarse con ella.» Me siento como si me hubiera dado una ducha con la ropa puesta. Mis glándulas sudoríparas —mi fragilidad física, mi endeble fibra moral— han sido expuestas ante todo el mundo. La falta de valía de mi propia existencia ha quedado en evidencia.

Por suerte, la ceremonia concluye. Empapado en sudor, recorro la nave de la iglesia aferrado al brazo de mi nueva esposa y, cuando salimos afuera, remiten los agudos síntomas físicos. No voy a sufrir convulsiones. No voy a desmayarme. Pero al saludar a la hilera de invitados y, más tarde, al beber y bailar en la recepción, me limito a hacer una pantomima de felicidad. Sonrío a la cámara, estrecho manos… y querría morirme. ¿Por qué no? He fracasado en una de las tareas masculinas más básicas: contraer matrimonio. ¿Cómo me las he arreglado para fastidiarla también en esto? Durante los tres días siguientes, experimento una desesperación brutal, desgarradora.

El miedo proviene de la infancia

El caso que nos plantea, como describe posteriormente en el libro, proviene desde su infancia. Una vida llena de problemas psicológicos no abordados a tiempo. Una vida de recuerdos no procesados. Una vida de todo tipo de fármacos y, como suele ser normal en estos casos, una vida llena de alcohol. Pero sin duda tiene un final feliz, por lo que manda un mensaje muy positivo al resto del mundo. Si él pudo, tú puedes.

Libro:  «Ansiedad: miedo, esperanza y la busqueda de la paz interior» de Scott Hanford Stossel

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